Llevo meses arrinconada en una esquina del cuarto, cogiendo polvo. La verdad es que no tengo mucho que hacer... por eso me paso el día recordando.
Me compraron, hace ahora veinticinco años. No debía de ser muy caro mi precio, aunque no lo recuerdo... sólo sé que un día, apareció él en la tienda.
Era un chico alto, un poco gordito, con los ojos claros y la piel morena. Me miró, a mí y a mis compañeras, y al final, me cogió, pagó y me llevó a la calle, metida en una funda.
Recuerdo perfectamente el viaje en metro, la sensación de agobio que me daba aquella oscuridad tan cerrada. Media horita de trayecto, y salimos a la calle. No recuerdo mucho más, porque me desvanecí por el calor y los nervios.
Me despertó una luz hiriente, de éstas fluorescentes. Estaban abriendo mi funda en el suelo de lo que, me enteré más tarde, era una cocina; y el chico y otra cabeza femenina me observaban.
Fueron años felices. El chaval iba mejorando, ya no me hacía daño al tocar. Mejoraba su oído, y su dominio de los acordes. De vez en cuando, la chica que me vio llegar también me arrancaba melodías.
Pero se cansaron de mi. La chica se casó, y el chico también. Se mudaron de casa. Me volví a quedar encerrada en mi funda, cinco, diez, quince años arrinconada en el que fue el cuarto de los dos hermanos.
Hasta que llegó ella.
Era una réplica en miniatura de su madre. Ojos marrones, sonrisa permanente...
(Continuará tras el examen de lingüística, supongo)
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