¿Habéis intentado alguna vez hinchar una botella de plástico soplando?
Así se sentía. Todos los argumentos que iba a soltar en contra de lo que acababa de oír, habían comenzado a agolparse en su garganta, en su boca y en sus pulmones. El aire del interior de su cuerpo comenzaba a hacerse incandescente, quemando cada célula de su aparato respiratorio. Y no podía soltarlo.
La presión de las palabras no dichas amenazaba con hacer estallar su cabeza. Su estómago, su corazón y sus intestinos estaban comprobando el daño que puede hacer algo tan simple, tan aparentemente inocuo como es el aire retenido, el silencio forzoso. No podía compartir sus ideas, había sido reducida a un simple objeto, como mucho a un animal entretenido en aquel cuarto. Al no poder soltar aire, no podía tomar oxígeno. La sangre comenzaba a agolparse en sus sienes, detrás de sus párpados; aumentando la presión hasta que sus arterias gritaban como descosidas por tal sufrimiento. Su corazón chirriaba de impotencia al no poder bobear oxígeno a los músculos, ni al cerebro. Su hígado fue desplazado hacia abajo, a cuenta de la hinchazón masiva de sus pulmones. Y todo aquello dolía.
Entonces, en un segundo, notó la liberación. Sus ojos salieron disparados de las órbitas, sus sesos salieron, líquidos, por sus oídos. Había muerto.
Y todo aquello, porque alguien le hizo callar con un dedo en los labios.
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