¿Sabéis? Hoy hace siete años del momento en que me di cuenta de que no somos inmortales. Siete años, ni más, ni menos.
Fue un sábado de gloria, probablemente, de las últimas veces que he ido a misa en semana santa. Vi lágrimas entre las chicas algo más mayores que yo, y, nosotras, las cuatro que estábamos, nos revolvimos, nerviosas, tratando de enterarnos de qué pasaba.
No me creí la noticia. Aquella mañana había estado con ella, había estado en mi casa. Es más, se había caído por las escaleras que suben a mi cuarto. Y se había despedido de mi, dándome una cartera negra, roja y morada que aún conservo, aunque bastante maltrecha y desgastada por el uso.
El cura se enfadó con las que salimos de la iglesia llorando; según él, no era motivo para armar alboroto en misa.
Alguna madre sobreprotectora y bastante idiota nos dijo que había sido un accidente de tráfico. Ninguna de nosotras creyó que la madre, la conductora, hubiera salido ilesa, y la hija...
Recuerdo que, en el momento, no lloré. Traté de estar entera ante las otras tres; que estaban deshechas. También es cierto que me embargó una furia tremenda, furia por que el Dios en el que yo creía no había cuidado de los suyos, furia por los gestos de dolor en los rostros de la gente que en más de una y de dos ocasiones había tratado de ridiculizarla, furia por no haber podido hacer nada.
Y, tras aquello, meses de sentirme extraña. Incapaz de centrarme. Llantinas en mi cuarto sin motivo, recuerdos dolorosos como llagas abiertas. Empecé a suspender, primero cosas sin importancia, luego, asignaturas más duras.
La gente crece, todo se supera, pero no se olvida. Quizá pasó lo que tenía que pasar. Quizá no. Los motivos no les conoceremos nunca. Ya no.
Sólo sé que más de una vez, y de dos, pienso en ella. Trece años no es edad para haber sufrido tanto como para huir del mundo.
Y, cada vez que la recuerdo, con el pelo rojo, más desarrollada que cualquiera de nosotras, con sus pantalones anchos negros con tiras, su abrigo largo y sus ojos pintados de negro, vuelvo a preguntarme en qué coño hemos convertido el mundo en el que vivimos.
No creo en una vida después de la muerte. Sólo en la vida que ha quedado grabada en quien la recuerda.
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