Se levantó de la silla, asqueado. Llevaba tres santas semanas con la cabeza metida entre montañas de apuntes, rodeado por una densa y persistente niebla, hecha del humo del tabaco. Exámenes de enero, exámenes finales, exámenes, exámenes; invento del demonio para conseguir sacar de las casillas a cualquiera.
Tras estirarse como un gato, y, de paso, enseñar los calzoncillos de bob esponja, encendió un pitillo. Mal vicio, el único que podía permitirse, porque no le quitaba tiempo actual sino futuro.
Y se puso a pensar, a intentar recordar por qué ésta tortura tenía un mínimo de sentido. ¿Por qué había de pasarse horas y horas intentando desentrañar los entresijos de la psicología? ¿De qué le servía a él, realmente, saberse todas las clasificaciones del reino animal? Por no hablar de la maldita historia, que desde siempre se le había atragantado.
¿Qué le ofrecía una juventud perdida entre libros, viendo cómo la gente de su edad, y más mayores, vivían felices durmiendo las horas correspondientes, teniendo vida social, y, en el mejor de los casos, aportando dos duros a la economía familiar de la que dependían?
Y tuvo que hacer un ejercicio consciente de voluntad para responderse: "Por que a costa de matarme durante cuatro años de carrera, más la oposición, puede que tenga una mínima oportunidad de encontrar un trabajo bien remunerado. Porque, si llego a sacar la oposición, tendré una vida como la que envidio a mis amigos, pero sin depender de nadie. Por eso, por eso."
Tras ésto, apagó el pitillo con violencia inusitada, y volviendo a sentarse en la silla, se dejó impregnar por las ideas de Jean Piaget, de Lev Vigotsky; por las clasificaciones del reino animal, por los minerales, por los ríos, los acuíferos y las costas, por el conocimiento generalista.
Esperemos que al pobre le valga de algo tal esfuerzo.
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