En su forma de ser estaba el luchar contra la corriente. Siempre. Costara lo que costase, cayera quien cayese, durase el suplicio lo que durase.
Odiaba el sabor de aquel agua salada que tan amargo le resultaba. Por eso seguía nadando. Cada centímetro avanzado era un golpe, un escupitajo, un insulto, una victoria contra el líquido elemento.
Hasta que pasó lo que pasó.
Aquel día, mientras nadaba, dio con un chorro de agua que no se parecía a aquello que odiaba, a aquello de lo que trataba de escapar. No sabía igual, no olía igual. Ni siquiera le provocaba esa ira, esa frustración.
Era el agua más dulce que había probado. No dulce sin sal, no dulce insípido. Dulce, azucarada.
Se dejó envolver por él. Se sumergió, dichoso, en él. Y se dejó llevar por la corriente, dichoso y feliz por haber encontrado aquella corriente extraña en medio de un mar del norte.
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